- Buenos días -dijo el zorro.
- Buenos días -respondió cortésmente el principito, que se dio la vuelta, pero no vio nada.
- Estoy aquí -dijo la voz-, bajo el manzano...
- ¿Quién eres? -dijo el principito-. Eres muy lindo...
- Soy un zorro -dijo el zorro.
- Ven a jugar conmigo -le propuso el principito -. ¡Estoy tan triste!...
- No puedo jugar contigo -dijo el zorro-. No estoy domesticado.
- ¡Ah! Perdón. -dijo el principito.
Pero después de reflexionar, agregó:
- ¿Qué significa <<domesticar>>?
[...]
- Es una cosa demasiado olvidada -dijo el zorro- significa <<crear lazos>>.
- ¿Crear lazos?
- Sí -dijo el zorro-. Para mí no eres más que un muchachito semejante a cien mil muchachitos. Y no te necesito. Y tú tampoco me necesitas. No soy para ti más que un zorro semejante a cien mil zorros. Pero, si me domesticas, tendremos necesidad el uno del otro. Seras para mí único en el mundo. Seré para ti único en el mundo...
-Empiezo a comprender -dijo el principito-. Hay una flor...Creo que me ha domesticado.
- Es posible -dijo el zorro-. ¡En la Tierra se ve toda clase de cosas...!
[...]
El zorro volvió a su idea:
- Mi vida es monótona. Cazo gallinas, los hombres me cazan. Todas las gallinas se parecen y todos los hombres se parecen. Me aburro, pues, un poco. Pero, si me domesticas, mi vida se llenará de sol. Conoceré un ruido de pasos que será diferente de todos los otros. Los otros pasos me hacen esconder bajo la tierra. El tuyo me llamará fuera de la madriguera, como una música. Y además, ¡mira! ¿Ves, allá, los campos de trigo? Yo no como pan. Para mí el trigo es inútil. Los campos de trigo no me recuerdan a nada. ¡Es bien triste! Pero tú tienes cabellos color de oro. Cuando me hayas domesticado, ¡será maravilloso! El trigo dorado será un recuerdo de ti. Y amaré el ruido del viento en el trigo...
El zorro calló y miró largo tiempo al principito.
- ¡Por favor..., domestícame! -dijo.
- Me gustaría -respondió el principito-, pero no tengo mucho tiempo. Tengo que encontrar amigos y conocer muchas cosas.
- Sólo se conocen las cosas que se domestican -dijo el zorro-. [...] Si quieres un amigo, ¡domestícame!
- ¿Qué hay que hacer? -dijo el principito.
- Hay que ser paciente -respondió el zorro-. Te sentarás al principio un poco lejos de mí, así, en la hierba. Te miraré de reojo y no dirás nada. La palabra es fuente de malentendidos. Pero, cada día, podrá sentarte un poco más cerca...
Al día siguiente volvió el principito.
- Hubiese sido mejor venir a la misma hora -dijo el zorro-. Si vienes, por ejemplo, a las cuatro de la tarde, comenzaré a ser feliz desde las tres. Cuanto más avance la hora, más feliz me sentiré. A las cuatro me sentiré agitado e inquieto; ¡descubriré el precio de la felicidad! Pero si vienes a cualquier hora, nunca sabré a qué hora preparar mi corazón... Los ritos son necesarios.
- ¿Qué es un rito? -dijo el principito.
- Es también algo demasiado olvidado -dijo el zorro-. Es lo que hace que un día sea diferente de los otros días; una hora de las otras horas. [...]
Así, el principito domesticó al zorro. Y cuando se acercó la hora de la partida:
- ¡Ah!... -dijo el zorro-. Voy a llorar.
- Tuya es la culpa -dijo el principito-. No deseaba hacerte mal, pero quisiste que te domesticara...
- Sí -dijo el zorro.
- ¡Pero vas a llorar! -dijo el principito.
- Sí -dijo el zorro.
- Entonces, no ganas nada.
- Gano -dijo el zorro-, por el color del trigo.
Luego, agregó:
- Ve y mira nuevamente las rosas. Comprenderás que la tuya es única en el mundo. Volverás para decirme adiós y te regalaré un secreto.
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