Agazapada, en un rincón de la más lúgubre habitación. La puerta está abierta y da a un pasillo igualmente oscuro, por donde se guían los pequeños demonios hasta lograr entrar en la habitación y así atormentarla un poco más. No corre el aire y ni siquiera el sol, tras la ventana abrigada de gruesas cortinas, se atreve a asomarse. No le importa la oscuridad; es su oscuridad. Forma parte de ella y ve con casi total claridad, pues sus ojos hace tiempo que se acostumbraron a la penumbra de su nueva vida.
Está cansada. Tiene todos los huesos entumecidos... ese maldito rincón. Pero, de repente, un recuerdo lo cambia todo. Ese sonido, ¿qué era? Era su risa, aquella que nunca se despegaba de sus rostro, ocupando ese lugar incondicional que ahora sólo llenaban sus lágrimas.
Embelesada por esa hermosa audición se levantó. Apenas le costó...quería encontrarse. Corrió hacia la puerta, la cerró, y cesaron los fantasmas. Nada malo podía entrar, ya nada podía herirla. Se acercó tímidamente a la ventana, corrió las cortinas y el sol la cegó. Abrió los pesados ventanales -mucho más grandes que la puerta- y se enamoró. Se enamoró del sol, de la brisa en su cara y de las flores. El sol había venido a saludarla y a recordarle que nunca se marcharía, la brisa le secó las lágrimas y las flores le mostraron la belleza de la vida que ese rincón le había arrebatado.
Y así de loca, feliz y enamorada se giró para descubrir que en el rincón de su habitación estaban todos y cada uno de sus pedazos. Pero no tuvo miedo porque, ahora, tenía toda la claridad que el sol le regalaba para conseguir reconstruirse poco a poco, colocando cada uno de sus pedazos en el lugar que le corresponde. Y sabía, que cuando estuviera de nuevo entera, la oscuridad no se atrevería a volver jamás.
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