A mi perra nunca le han gustado los demás perros. No sé si por miedo, por celos (será que me quiere demasiado) o simplemente por gallita. Pero el caso es que no pueden acercársele. Si se le acerca uno le gruñe, o incluso muerde. Parece el típico macarrilla prepúber que le dice a los colegas en la puerta de la discoteca: "cógeme que lo mato". Ya.
Con esta perspectiva, un día quedamos las amigas para salir con nuestras respectivas perras. ¿Cómo iba yo a privar a mi Rita de semejante lujazo? No me preocupé demasiado, ya que las perras de mis amigas (jeje) son algo más grandes que la mía, con lo que, llegado el caso, podrían defenderse.
Una vez llegamos al lugar decidimos soltar a las perras. Recuerdo perfectamente ese instante: "cuando la deje libre, podrá pasar cualquier cosa, ¿estoy dispuesta a correr ese riesgo?". Antes de que pudiera responderme, el instinto había hablado y ya no había correa que me uniera a mi negrita.
¿Qué pasó entonces? Os preguntaréis. Bueno pues mi perra no se acercó a nadie. No mordió. Hizo caso omiso del resto del mundo menos de mí. Corría, jugaba, pero jamás me perdía de vista y cada vez que veía otro perro venir, se escondía detrás de mí. Miedo era, entonces.
Todo esto me ha hecho darle vueltas y al trasladarlo a la vida de los humanos he visto muchas cosas. Veréis, a veces, cuando nos sentimos protegidos o seguros (como el caso de un perro que va atado de la mano de su dueño y sabe que no dejará que le pase nada), actuamos frente a la vida de una manera más brusca. Pisamos fuerte, o tal vez, simplemente nos hagamos los fuertes. Ningún perro quiere que su amo descubra que es un cobardica.
Sin embargo, es en nuestros momentos de libertad, donde nada nos ata y sólo nosotros podemos decidir qué hacer, donde nos mostramos tal y como somos. Es justo ese momento, en el que nos sueltan la correa, donde decidimos quiénes somos, a dónde y con quién queremos ir.
Soltad vuestras correas, y corred hacia donde vuestra libertad os dicte.