martes, 11 de febrero de 2014

Como perros por la vida

A mi perra nunca le han gustado los demás perros. No sé si por miedo, por celos (será que me quiere demasiado) o simplemente por gallita. Pero el caso es que no pueden acercársele. Si se le acerca uno le gruñe, o incluso muerde. Parece el típico macarrilla prepúber que le dice a los colegas en la puerta de la discoteca: "cógeme que lo mato". Ya.

Con esta perspectiva, un día quedamos las amigas para salir con nuestras respectivas perras. ¿Cómo iba yo a privar a mi Rita de semejante lujazo? No me preocupé demasiado, ya que las perras de mis amigas (jeje) son algo más grandes que la mía, con lo que, llegado el caso, podrían defenderse.

Una vez llegamos al lugar decidimos soltar a las perras. Recuerdo perfectamente ese instante: "cuando la deje libre, podrá pasar cualquier cosa, ¿estoy dispuesta a correr ese riesgo?". Antes de que pudiera responderme, el instinto había hablado y ya no había correa que me uniera a mi negrita.

¿Qué pasó entonces? Os preguntaréis. Bueno pues mi perra no se acercó a nadie. No mordió. Hizo caso omiso del resto del mundo menos de mí. Corría, jugaba, pero jamás me perdía de vista y cada vez que veía otro perro venir, se escondía detrás de mí. Miedo era, entonces.

Todo esto me ha hecho darle vueltas y al trasladarlo a la vida de los humanos he visto muchas cosas. Veréis, a veces, cuando nos sentimos protegidos o seguros (como el caso de un perro que va atado  de la mano de su dueño y sabe que no dejará que le pase nada), actuamos frente a la vida de una manera más brusca. Pisamos fuerte, o tal vez, simplemente nos hagamos los fuertes. Ningún perro quiere que su amo descubra que es un cobardica.

Sin embargo, es en nuestros momentos de libertad, donde nada nos ata y sólo nosotros podemos decidir qué hacer, donde nos mostramos tal y como somos. Es justo ese momento, en el que nos sueltan la correa, donde decidimos quiénes somos, a dónde y con quién queremos ir. 

Soltad vuestras correas, y corred hacia donde vuestra libertad os dicte. 

viernes, 7 de febrero de 2014

Entre tronos y coronas

De toda la vida nos tienen acostumbradas a hablarnos de príncipes y ranas. Que si el príncipe azul llegará en su corcel blanco para rescatarnos con un dulce y suave beso de fresa (aquí ahora pega lo siguiente: [...]). Y claro, cuando el príncipe azul de turno no es más que un pobre diablo miembro de la banda de Aladdín, es que entonces no era un príncipe, sino una rana. Continúa el tema con un "vaya ojito tienes", y te animan diciéndote que no te preocupes, que ya llegará el príncipe adecuado; que además de no desteñir y/o convertirse en rana, te hace la colada y saca a pasear a tu principesco cachorro.

Después del fatídico descubrimiento de que tu príncipe es miembro de una banda organizada, viene el episodio de la "princesa destronada" o "princesa sin corona" o cualquier otra gilipollez por el estilo.

Claro, con esta cronología una piensa que realmente para ser/sentirse una princesa necesitas a un príncipe azul que te sostenga las bolsas y te lleve de paseo (después de hacerte la colada y pasear al chucho). Ese príncipe de mirada azucarada, labios de canela, tupé engominado y camisa por dentro. Todo esto como si tener un príncipe-bandido-mafioso fuera conditio sine qua non para ser titular del trono de tu reino

Ya después de unos cuantos autos de procesamiento de tus respectivos príncipes, de esa sensación de princesa destronada, sin corona y sin reino donde pinchar ni cortar, te despiertas. Resulta entonces que te das cuenta de que ni príncipes, ni ranas, ni corceles, ni bandidos, ni gominas que valgan. Que tu reino es tuyo y que tú no eres princesa, sino reina.

Descubres así que en tu reino de cervezas, pitillos, vaqueros ajustados, tacones y carmín fucsia no hace falta príncipe ni bandido. Y que, para cuando éste aparezca (que por cierto, está al caer), no será un querubín engominado hasta las cejas digno top model de anuncio de colonia de Navidad, sino un hombre con barba de tres días, camiseta por fuera, de mirada felina y manos grandes. No te llevará a su castillo, pero creará un reino en cualquier rincón del mundo. Un reino donde quiera que él se encuentre porque, al final, es ahí donde todas queremos reinar. 

jueves, 6 de febrero de 2014

Dramas aparte

Que se acabó. Que ya no hay más. Resulta que es el final de todos los finales. Un final sin principio.

Sí, hombre, pues es triste. Hasta deprimente según la semana de ovulación, los éxitos profesionales y otras movidas internas. Vuelves a estar en las mismas, y lo peor son todas esas cosas que se quedan pendientes: los besos que no diste, las caricias que no sentiste, la canción que nunca fue vuestra, los lugares que dejasteis de compartir, los susurros a media noche y a primera hora de la mañana... 

Debates contigo millones de veces qué demonios hacer ahora con todas esas ganas (habiendo descartado ya lo de partirle la cara, que no estamos para líos). Claro, porque tus intenciones eran de todo menos broma. Tú, al final, querías haber querido y que te hubieran querido y, en consecuencia, desplegaste todos tus encantos. Pensaste: <<lo quiero. Mío.>> y ale, festival de virtudes. Entonces sacaste tu lado tierno, cariñoso, erótico-festivo, comprensivo, alegre... y, al no recibir nada, tu lado arisco, seco, borde, celoso, estúpido (porque sí, porque tú también lo tienes). Y es que después de semejante despliegue de medios y de hacer caso omiso al guantazo que tu cerebro advertía que te ibas a meter, tienes que decidir qué hacer con tanta cosa. 

Piensas y piensas; vuelta y vuelta a la almohada. Y de repente un click. Pero bueno, ¿cómo que qué vas a hacer con todo eso? Son TUS COSAS; QUÉDATELAS. Y ya está. Al final todo eso es lo que tú eres, quién eres, todo lo que te define... Todo eso que te hace inolvidable. Recógelo y ya sabes, no te olvides de ti; los dramas siempre aparte.